Dejé el horizonte infinito, para encerrarme tras los barrotes verdes, no de cárcel sino de cuna, lecho que abriga y protege. Donde las sonrisas huelen a manzana y el sol espía tras las nubes lleno de envidia.
Dejé unos dientes de leche y un lugar donde la luna manda, para tirar los dados en busca de un siete y regalar mis arrugas a mi sangre.
Dejé la fuente de la sabiduría que se esconde en los terrones del café, para ofrecer mis manos al día a día y mis aprendizajes al mejor postor.
Dejé a la soledad encerrada entre cuatro paredes, para dividirme por dos y multiplicarme por cuatro, para cuidar y ser cuidado.
Dejé la juventud al legado de las nuevas mentes, para sentarme a ver como el agua se convierte en vida, mientras mi cerebro repasa las lecciones.
Dejé de ser yo, para ser yo mismo, y llevar mi ego a los corazones, que laten igual aquí que allá, pero que no pueden detener la marcha atrás de mi latido.